Reseña de Ana Lorenzo en La mala hierba.
Nórdica Libros ha editado Bartleby, el escribiente, de Herman Melville, en su colección Ilustrados. No sé si ya todo el mundo conoce este precioso relato corto, que Nórdica presenta con un precioso vídeo, como es su costumbre, que pueden ver en su página web o en YouTube —me pregunto yo cuándo nos dirán qué música acompaña a las imágenes, porque es preciosa—. Esta vez varía la traducción, elaborada por M.ª José Chuliá, y a quien yo le agradezco sus notas que me evitan tener que preguntar a qué responden los motes de los copistas de la oficina o buscar a qué se debe la supresión del Tribunal de Equidad.
Como de Bartleby he oído de todo, incluso que es un relato triste, no se me hubiese ocurrido un Bartleby ilustrado, lo confieso. ¿Y si las ilustraciones hacen que veamos un relato gris? Aparte, por lo poco que había visto de las ilustraciones de Javier Zabala, no me lo imaginaba ilustrando precisamente ese relato. Vamos, que no andaba yo muy confiada; vale, confiaba en el instinto y en la sensibilidad de Diego Moreno, editor de Nórdica. Solo la ilustración de la cubierta merecería la pena. Y todas las demás. No son tristes, ni alegres: son como el relato, según vaya cada uno leyéndolo y mirándolas. No debería extrañarme porque cada vez que Diego ha unido obra e ilustrador, ha publicado una obra de arte. Excepto la pareja Jan Peter Tripp y W. G. Sebald en Sin contar, que venían ya de la mano —la obra era una: los grabados y los poemas juntos— y cuya edición es otra delicia, todos los «matrimonios» de Ilustrados emparejados han sido buscados por Nórdica y han sido un acierto. Y este es otro.
La obra es cómica en muchas de las situaciones que plantea y por la forma en que lo narra: partiendo de la descripción del propio narrador, el abogado, que desde el principio se confiesa «un hombre a quien desde su juventud le ha invadido una profunda convicción, la de que la mejor forma de vida es la más sencilla» (p. 10), y pasando luego a la forma en que nos cuenta cómo el carácter «complementario» de los dos copistas que hay en su oficina, copistas que están de servicio alterno: uno malhumorado por sus indigestiones mañaneras que solo funciona bien a partir del mediodía, en que el otro ya está borracho y no da una, mientras que el chico de los recados pasa más tiempo proporcionando tortas de jengibre que dedicado a su tarea de aprendiz, la jaula de grillos que se nos presenta y en la que va a aterrizar Bartleby no es, con mucho, la oficina de un abogado cabal. El que todos los defectos de sus empleados los pase por alto el abogado comodón da también buena cuenta de la desastrosa manera de actuar de este. Pero léanlo en boca del narrador, porque es casi tan rocambolesco como una escena de los Hermanos Marx, de verdad.
Los motivos que le mueven a contratar a Bartleby parecen más típicos de un psicólogo de selección de personal de los de hoy en día que de un abogado de entonces: «Después de unas palabras sobre sus aptitudes, lo contraté, contento por tener dentro de mi cuerpo de copistas a un hombre de aspecto tan singularmente tranquilo, lo cual, pensé, podía resultar beneficioso para el carácter inconstante de Turkey o para el carácter encendido de Nippers.» (p.24).
Una vez que Bartleby comienza a trabajar en la oficina, trabaja «[c]omo si hubiera estado tiempo hambriento de copiar, parecía atiborrarse con mis documentos. No realizaba descanso alguno para la digestión. Seguía un método diurno y otro nocturno; copiaba a la luz del sol y a la luz de la vela.» (p. 26) El primer «Preferiría no hacerlo» llega cuando le es solicitado que revise el documento original y la copia —trabajo lógico pero que al lector se le explica que no es solitario, sino que se hace en común, entre varios—. Y ¿qué hace el abogado? ¿Lo despide? No, lo deja pasar. A partir de aquí, la pelota irá creciendo como cuando va rodando en la nieve. Se vuelven a dar situaciones tan chistosas como que los otros dos copistas respondan cada uno de diferente forma según se les pregunte ante la actitud de Bartleby por la mañana o por la tarde, que el abogado se encuentre con que el copista de la resistencia pasiva tiene ocupada su oficina por las noches, que la palabra «preferir» se contagie de manera inusitada a toda la oficina (pp. 48-49).
Bartleby va ampliando el campo de lo que «preferiría no hacer». El abogado va ampliando el campo de lo que le dejaría hacer con tal de dar un sentido a su presencia en la oficina. Pero es inútil. Lo increíble es que el no-hacer de Bartleby unido al poco saber resolver del abogado lleve a este a una solución absurda de todo punto: «Como no me va a abandonar, debo ser yo el que le abandone a él. Trasladaré mi oficina. Me mudaré a otro lugar, y le haré saber debidamente que si lo encuentro en mi nuevo local procederé en su contra como si fuera un vulgar intruso.» ¿Quién de los dos es más absurdo en su proceder?
El relato continúa aún. Incluye el rumor que el abogado nos anuncia en el comienzo sobre Bartleby, un rumor que el narrador supone que explica en parte el proceder raro de este copista que «prefiere no copiar, prefiere no hacer». El mismo narrador que nos ha contado como normal todo ese mundo loco en que alguien prefiere mudarse de oficina a resolver un problema con un, según él, loco. ¿Debemos pensar entonces que ese rumor explica la conducta de Bartleby? Pueden ustedes pensar lo que quieran.
Dicen que este relato prefigura a Kafka. En cierta manera, los personajes de Kafka que se nos presentan como raros y locos, ¿no están rodeados de otros que se comportan mucho más absurdamente que ellos? Eso, desde luego, puede que le ocurra al pobre Bartleby. ¿Raro? Sí ¿Más que los que le rodean? Ni con mucho.
viernes, 15 de febrero de 2008
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