sábado, 7 de marzo de 2009

SOMBRAS DE LA BOHEMIA

Artículo de Juan Manuel de Prada en ABCD

Hubo un momento, hacia finales del siglo XIX, en que bohemia fue sinónimo de arte: los jóvenes alevines de escritor que llegaban a Madrid, peregrinos desde la periferia, dispuestos a conquistar a dentelladas la Puerta del Sol, entendían su vocación como una suerte de martirio fatal. Llegaban sin más munición que sus endecasílabos y sin otra trinchera que la intemperie, con cuatro lecturas mal digeridas de Baudelaire y un convencido furor anarquista que luego se iría decantando hacia la amargura o el mero resentimiento. La vida bohemia (si es que la miseria y el hambre y los fatigosos amaneceres en tabernas inmundas merecen el nombre de vida) constituía un ideal de pureza, enmarañado de musas andrajosas, en cuyas redes perecieron muchos de aquellos jóvenes. El sevillano Alejandro Sawa, de quien ahora celebramos el centenario de su muerte, fue quizá el miembro más valioso -y desde luego, el más distintivo, por carácter y estampa- de una generación de escritores de diverso pelaje que intentaron trasladar a nuestras letras el clima de naturalismo bronco, músicas simbolistas y novela socializante que, por entonces, se respiraba en Francia.

En las alcantarillas. Todos ellos encarnaban (a la fuerza ahorcan) la figura del desheredado de las letras: repudiados por una sociedad filistea que no comprendía su arte, tuvieron que refugiarse en las alcantarillas de la marginalidad y, desde allí, enarbolar la bandera de una literatura contestataria y disolvente.

Recién llegado a Madrid, el joven Alejandro Sawa -a quien todos sus contemporáneos coinciden en retratar como un hombre apolíneo y nacido para el placer- comienza a prodigar su pluma en la Prensa y a pasear su estampa de Byron proletario por los chiscones de la capital. De esta primera época datan un puñado de novelas de tono tremebundo en las que denuncia las calamidades de una época asfixiada por el atraso, la lenidad de los políticos, el abandono inhumano de las clases populares y el clericalismo más obtuso. Hoy todas ellas amueblan los atestados anaqueles del olvido; pero en su día fueron muy celebradas en los círculos anarquistas. La primera de todas, La mujer de todo el mundo (1885), nos anticipa su asunto desde el mismo título; a ésta seguirán Crimen legal (1886), Declaración de un vencido (1887) y Noche (1888), todas ellas inmoderadas en su mezcolanza de romanticismo socializante y naturalismo atroz, todas ellas salpimentadas de un anticlericalismo bronco y propenso a la caricatura.

Con apenas veinticinco años, Sawa decide emigrar a París, aplastado por la cerrazón ambiental española, contra la que nunca dejaría de arremeter hasta descornarse. En París, aturdido de absenta y de noches peripatéticas, entablará contacto con simbolistas y parnasianos. A su regreso a Madrid, allá por 1896, se convertirá en el primer divulgador de los versos de Verlaine; también en la diana de las burlas más o menos eutrapélicas de sus coetáneos. Sobre Sawa circularon leyendas de tono más bien escarnecedor en vida (a la pluma acre de Bonafoux se debe la más divulgada de todas ellas, que mezcla la devoción a Victor Hugo con la desidia higiénica); y su muerte, sobrevenida en circunstancias de extrema penuria, acabaría convirtiéndolo a él mismo en leyenda, gracias sobre todo a Valle-Inclán, que lo hizo protagonista de Luces de bohemia.

La única tinta. Sawa, que había nacido para el placer, fue derecho al dolor, como las polillas van derechas a la luz que las calcina: tal vez porque el dolor es la única tinta en la que podía mojar su pluma; tal vez porque el dolor le recordaba, cuando el frío le corroía las entrañas, que hubo una primavera anticipada y nunca cumplida, allá en el Barrio Latino de París. Hostigado por una ceguera que le obligaba a dictar sus artículos a su abnegada mujer, Jeanne Poirier, el brío de su escritura fue declinando paulatinamente, hasta que hubo de conformarse con ganarse las lentejas como negro de los artículos que Rubén Darío publicaba en La Nación de Buenos Aires. Sería precisamente Rubén quien apadrinaría la publicación póstuma de Iluminaciones en la sombra (1910), una suerte de dietario en el que Sawa alterna la clarividencia amarga del perdedor con esa suerte de resignación conmovedora de quienes entregan su vida a un ideal esquivo, tal vez inalcanzable.

Iluminaciones en la sombra, que ahora rescata la editorial Nórdica con presentación de Andrés Trapiello, es un libro misceláneo, donde evocaciones y aforismos, semblanzas y divagaciones estéticas se alternan, despojadas de aquellos artificios hueros y apóstrofes un tanto meningíticos que caracterizaron las entregas juveniles de Sawa. Un libro lacerado por el dolor, tembloroso en ocasiones y en ocasiones áspero, donde el talento del autor se levanta sobre las tinieblas de una vida derruida y brinda su mejor llama, antes de extinguirse en las sombras de la bohemia.

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