Reseña de Víctor Moreno en Mugalari de Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado
Hay que indicar que la primera edición de esta novela se publicó
en 1983. Lo hizo la editorial Nostromo, y contenía, como la presente, el prólogo de André Gide, quien, gracias a su olfato literario, fue quien la encumbró como novela fantástica. James Hogg (1770-1835), llamado también el pastor Erick, logró con esta novela impulsar
el denominado género fantástico por doble motivo: por la forma en tratar el horror y el espanto, y, en segundo lugar, por dotar de un
perfil psicológico verosímil al personaje del diablo. La novela consta de dos partes notorias y diferenciadas: la segunda aborda los sucesos
narrados en la primera, pero vistos desde la perspectiva del protagonista. Si en la primera parte se narran los hechos en clave objetiva y realista, en la segunda se cuentan desde la conciencia
escindida y trágica de Robert Wringhim, cuyos análisis introspectivos se asemejan bastante a los de un alma en pena y rota.
Mister Wringhim, educado en un clima de fanatismo religioso, mantiene como dogma la proposición siguiente: «Para los malvados todas las cosas son malvadas, pero para el justo todas las cosas son justas y rectas. Una persona justificada por la gracia no puede obrar mal». Con este catecismo, todos los crímenes, todas las terribles e inimaginables acciones que comete el “pecador justificado” Wringhim cuentan con el visto bueno de la Providencia. Aunque el lenguaje de la novela maneja categorías religiosas y teológicas específicas, calvinistas o antimoneas, es comprensible en todo momento. Más todavía, haciendo una pirueta imaginativa uno puede preguntarse si para quien se considera estar en posesión de la verdad –religiosa en este caso– ¿no son, acaso, todas las acciones que ejecuta como el súmmum de la justicia y de la equidad? En definitiva, si no será ésta, al fin y al cabo, la misma esencia putrefacta de todos los fanatismos. Las Memorias… relatan, paso a paso, el origen y el engorde de este fanatismo mediante el cual asistimos al lento deterioro y desquiciamiento de una personaje capaz de
todas las villanías por amor a Dios. Y no se piense en ningún momento que el protagonista
esté aquejado de locura o paranoia. No. Es un racionalista, un ilustrado. Eso sí, de la vieja escuela: calcula sus crímenes con premeditación, alevosía y nocturnidad. Y ello con la compañía de un singular compadre: nada más y nada menos que el Diablo. Este aparece súbitamente en escena y se hace amigo de Wringhim. Por supuesto, el pecador no descubrirá jamás la naturaleza real de su extraño compañero. Solamente al final del relato verá en él la figura de Satán, aunque, en ningún momento se dirigirá a él con tal término. Esta evocación del príncipe de las tinieblas y la progresiva intimidad con el mismo, junto con el retrato figurado de los estados de conciencia del protagonista son lo mejor del relato. Incluso para quien es demasiado diablo en vida y no cree en su existencia, la aceptación de su presencia en la novela es verosímil. Porque Satán opera solamente de modo psicológico. Se limita con argucia e inteligencia a desarrollar lo que ya está latente en el pecado. Solamente el final desdice un poco el planteamiento primitivo del relato. El Diablo y sus cosas desaparecen de forma sobrenatural,
dando un toque “fantasmal” al desenlace de estas intrigantes Memorias.
sábado, 8 de marzo de 2008
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