Artículo de Gregorio Morán en La VanguardiaLa literatura española no es muy variada en muertes. Hay algunos suicidas; pocos, si tenemos en cuenta que es un oficio cuya singularidad asume cierto desquiciamiento. Algunos creen que eso revela la huella de la genialidad, pero no es cierto. Se han suicidado más escritores sin talento que geniales. Todo escritor, por esencia, es un tipo raro, porque si fuera normal se dedicaría a profesiones más sanas, seguras y acrisoladas. Muchos murieron en la cama, de viejos, y cuanto más idiotas estaban, más los celebraron. Luego figuran y desde hace mucho los académicos de la Real, que son gente que vive de la pluma -tomando esta en un sentido muy laxo- pero que por suerte para la literatura no viven de ella, aunque lo hagan parecer.
No recuerdo de ningún académico de la Lengua Española que se haya suicidado; primero porque son gente más consolidada que los bonos del Tesoro, y por si fuera poco, nada propensa al mal de amores, por razones de edad y patrimonio. Fueron famosas las inclinaciones hacia el lupanar y la timba de algunos de ellos, pero eso no mata a nadie. Hay algunos escritores, y grandes, que cayeron por excesos con el alcohol y las malas compañías sexuales, pero fueron muertes lentas, casi mansas y aceptadas. De miseria y abandono, muchos. Pero de hambre, lo que se dice de hambre, yo sólo conozco a Alejandro Sawa.
Las singularidades de nuestra historia, con el conservadurismo en dominante hegemonía -palabra finísima con la que aquellos que procedemos de la izquierda radical, espurios herederos de Gramsci, solemos designar al aplastante dogmatismo de la Iglesia católica española durante siglos-, ha consentido que en los libros de enseñanza de la literatura del siglo XX figurase el padre Coloma, modesto jesuita al que sus colegas de compañía volvieron tarumba, autor de auténticas bazofias de prosa alambicada, cursi y retorcida, como Pequeñeces y Jeromín, ilegibles hoy salvo para sadomasoquistas, y sin embargo no aparecen plumas que aún pueden leerse con placer y benevolencia. Por ejemplo, Alejandro Sawa, que no fue un gran escritor pero que sí consiguió páginas periodísticas notables, media docena de novelas valientes -alguna de ellas con pretensiones- y la adaptación teatral de una novela de Alphonse Daudet que obtuvo gran éxito, Los reyes en el destierro.
Hay escritores que sin ser grandes por su obra son sin embargo figuras de primer orden en el paisaje literario de un país. Alejandro Sawa es para la literatura española eso, una personalidad que exige ser estudiada, porque con él y su entorno está gran parte de la mejor literatura que se hará en España en el filo entre el XIX y el XX. Sevillano, seminarista en Málaga, aspirante a lo que fuera en Madrid, Sawa -curioso apellido, que nos remite al gran escritor de Trieste, Umberto Saba, y a un vago aire grecoturco de Salónica-Esmirna- va a recoger en su biografía elementos insólitos para nuestra apocada cultura finisecular.
Lo primero es que viaja, y no sólo a Soria, a Palencia o a Barcelona -donde estará en varias ocasiones-, sino a Londres, a Roma, a Spa. Importante Spa, porque esta decadente población belga que dará nombre a toda esa modernez que ahora toma su prestigio, era lugar de atracción, no especialmente por sus baños y jaleas, sino por su ruleta. ¡Oh, el casino de Spa! Alejandro Sawa, que apenas tendría un duro en toda su vida, se jugará los de todos los incautos matrimonios ricos que osaran creer sus brillantes exposiciones sobre el método infalible para hacer saltar la banca. Como Leopoldo Alas, Clarín, como tantos otros de su época, Dostoyevski sin ir más lejos, Sawa está mordido por la fiebre del juego.
Pero la ciudad por excelencia de su vida ha de ser París. La capital del mundo en el momento crepuscular de la bohemia; a punto de hacer una literatura de señores, y convertir a los autores en unos señores de la literatura. Lo que va a marcar de un modo indeleble la vida de Sawa va a ser la amistad, y hasta la camaradería y la complicidad, con uno de los grandes, Paul Verlaine. No es poca cosa verle todos los días en el café, hablar con él, compartir opiniones y borracheras, etílicas y de lo que fuera, porque ninguno hizo ascos a nada. Y quien dice Verlaine, debe añadir aquel mundo de la bohemia, que de alguna manera termina en él, por más que se prolongue en las grandes tertulias parisinas que tanta importancia habrán de tener en todos los campos de la creación artística hasta la primera gran guerra.
Pasar del duro y brillante París al frío de pana madrileño debió de ser duro, y más viniendo casado y con una hija. Pero al principio funcionó, y Sawa se convirtió en un habitual de los diarios y publicaciones capitalinas, con cierta notoriedad, resaltada por su aspecto imponente, hermoso y seductor; cachimba en boca, melena suelta y dos perros en traílla. Pero, entre que nuestro hombre se fue radicalizando y que siguió con las costumbres parisinas, su espacio se achicó. En un estudio a propósito de Sawa, Iris M. Zavala, que le reeditaría sin ningún éxito en 1977, escribió que “la nueva bohemia finisecular es un ´proletariado artístico´ de aguerridos combatientes”, y es tan cierto como que sus condiciones de subsistencia estaban en la linde entre pobreza y absoluta miseria.
Desde 1905, la ceguera progresiva, que al año siguiente será total, convertirá a Sawa en un personaje patético, subsistiendo a base de sablazos y trabajos de negro literario, como los seis artículos que hará para Rubén Darío, que aparecerán en La Nación de Buenos Aires, y que este tendrá la desvergüenza de no pagarle. Su mujer, la borgoñona Jeanne Poirier -Santa Juana, para los amigos-, conseguirá algún dinero ejerciendo de comadrona, mientras Alejandro parece empeñado en hacer realidad la consigna que su amigo Valle-Inclán escribió en La lámpara maravillosa y que se había convertido en lema: “Poetas, degollad vuestros cisnes y en sus entrañas escrutad el destino”. El de Sawa se exhibía más negro que la pez. Su último intento se redujo a tratar de publicar un libro, el resumen de su mejor obra periodística, que titularía Iluminaciones en la sombra y que no conseguiría editor. Empeñará todo lo que le queda para editarlo por su cuenta, pero necesitaba mil pesetas y él sólo consigue seiscientas. Le pedirá a Rubén Darío, recién nombrado ministro plenipotenciario en Madrid y que no le hará ni caso, esas cuatrocientas que le restan para la gloria. Será necesario que se muera y le metan entre tablas cajoneras -con tan mala fortuna, que uno de los clavos le rozará la sien y al muerto le correrá un reguero de sangre junto al rostro, impregnando la escena de un tono aún más tétrico- para que pueda llegar a la posteridad con la dignidad tronada de un proletario de la bohemia.
Valle-Inclán, que asistirá a esta última escena, con la viuda y la niña, se quedará tan impresionado que exigirá a Rubén el apoyo, y un prólogo, para la edición póstuma de las Iluminaciones en la sombra.Un libro sentido y retórico con páginas muy bellas, que acaba de reeditar, en magnífica edición, Nórdica Libros, con una introducción poco feliz de Trapiello. Pero la gloria de Alex Sawa -como le conocían los suyos- será dar vida al personaje más hermoso y sentido y valiente de las Luces de bohemia de Valle-Inclán: el inmortal Max Estrella.
Falleció el 3 de marzo, miércoles, de hace cien años. La primera biografía de Sawa digna de tal nombre apareció hace cuatro meses en Sevilla, gracias a la profesora Amelina Correa, editada por la Fundación Lara.
Ella cuenta que el día del entierro, la buena de Jeanne Poirier le cortó un mechón que se regaló a sí misma, porque cumplía 38 años. Fue un entierro de tercera, en un coche de tercera -con dos caballos- y una sepultura temporal -de tercera- en el cementerio civil de la Almudena. Costó 70 pesetas. Diez más que la colaboración que tenía en El Liberal, la única que le quedaba y que acababan de retirarle