viernes, 20 de marzo de 2009

FLANN O'BRIEN: LA VIDA DURA

No es que haya conocido a mi madre solo a medias.
Conocí solo la mitad de ella, la mitad inferior…


A la casa del señor Collopy llegan dos niños huérfanos. Mientras el señor Collopy se dedica a una misteriosa y humanitaria labor en favor de las mujeres, los chicos crecen entre los aromas del buen whisky y de la mala cocina. Manus, el hermano, pronto demuestra ser un maestro en los negocios. De enseñar por correspondencia cómo caminar sobre la cuerda floja en el Dublín eduardiano, pasa a instruir a la población y al mundo de forma más ambiciosa en su «Academia Universal Londres». Finbarr, el menor, observa y espera. Una ligera enfermedad hace que el señor Collopy tome un medicamento preparado por Manus, pero sus efectos resultan ser inesperadamente gravosos. En compañía de un amigo, el señor Collopy emprende un viaje a Roma en busca de alivio. Las secuelas, sin embargo, echan por tierra sus aspiraciones...

sábado, 7 de marzo de 2009

SOMBRAS DE LA BOHEMIA

Artículo de Juan Manuel de Prada en ABCD

Hubo un momento, hacia finales del siglo XIX, en que bohemia fue sinónimo de arte: los jóvenes alevines de escritor que llegaban a Madrid, peregrinos desde la periferia, dispuestos a conquistar a dentelladas la Puerta del Sol, entendían su vocación como una suerte de martirio fatal. Llegaban sin más munición que sus endecasílabos y sin otra trinchera que la intemperie, con cuatro lecturas mal digeridas de Baudelaire y un convencido furor anarquista que luego se iría decantando hacia la amargura o el mero resentimiento. La vida bohemia (si es que la miseria y el hambre y los fatigosos amaneceres en tabernas inmundas merecen el nombre de vida) constituía un ideal de pureza, enmarañado de musas andrajosas, en cuyas redes perecieron muchos de aquellos jóvenes. El sevillano Alejandro Sawa, de quien ahora celebramos el centenario de su muerte, fue quizá el miembro más valioso -y desde luego, el más distintivo, por carácter y estampa- de una generación de escritores de diverso pelaje que intentaron trasladar a nuestras letras el clima de naturalismo bronco, músicas simbolistas y novela socializante que, por entonces, se respiraba en Francia.

En las alcantarillas. Todos ellos encarnaban (a la fuerza ahorcan) la figura del desheredado de las letras: repudiados por una sociedad filistea que no comprendía su arte, tuvieron que refugiarse en las alcantarillas de la marginalidad y, desde allí, enarbolar la bandera de una literatura contestataria y disolvente.

Recién llegado a Madrid, el joven Alejandro Sawa -a quien todos sus contemporáneos coinciden en retratar como un hombre apolíneo y nacido para el placer- comienza a prodigar su pluma en la Prensa y a pasear su estampa de Byron proletario por los chiscones de la capital. De esta primera época datan un puñado de novelas de tono tremebundo en las que denuncia las calamidades de una época asfixiada por el atraso, la lenidad de los políticos, el abandono inhumano de las clases populares y el clericalismo más obtuso. Hoy todas ellas amueblan los atestados anaqueles del olvido; pero en su día fueron muy celebradas en los círculos anarquistas. La primera de todas, La mujer de todo el mundo (1885), nos anticipa su asunto desde el mismo título; a ésta seguirán Crimen legal (1886), Declaración de un vencido (1887) y Noche (1888), todas ellas inmoderadas en su mezcolanza de romanticismo socializante y naturalismo atroz, todas ellas salpimentadas de un anticlericalismo bronco y propenso a la caricatura.

Con apenas veinticinco años, Sawa decide emigrar a París, aplastado por la cerrazón ambiental española, contra la que nunca dejaría de arremeter hasta descornarse. En París, aturdido de absenta y de noches peripatéticas, entablará contacto con simbolistas y parnasianos. A su regreso a Madrid, allá por 1896, se convertirá en el primer divulgador de los versos de Verlaine; también en la diana de las burlas más o menos eutrapélicas de sus coetáneos. Sobre Sawa circularon leyendas de tono más bien escarnecedor en vida (a la pluma acre de Bonafoux se debe la más divulgada de todas ellas, que mezcla la devoción a Victor Hugo con la desidia higiénica); y su muerte, sobrevenida en circunstancias de extrema penuria, acabaría convirtiéndolo a él mismo en leyenda, gracias sobre todo a Valle-Inclán, que lo hizo protagonista de Luces de bohemia.

La única tinta. Sawa, que había nacido para el placer, fue derecho al dolor, como las polillas van derechas a la luz que las calcina: tal vez porque el dolor es la única tinta en la que podía mojar su pluma; tal vez porque el dolor le recordaba, cuando el frío le corroía las entrañas, que hubo una primavera anticipada y nunca cumplida, allá en el Barrio Latino de París. Hostigado por una ceguera que le obligaba a dictar sus artículos a su abnegada mujer, Jeanne Poirier, el brío de su escritura fue declinando paulatinamente, hasta que hubo de conformarse con ganarse las lentejas como negro de los artículos que Rubén Darío publicaba en La Nación de Buenos Aires. Sería precisamente Rubén quien apadrinaría la publicación póstuma de Iluminaciones en la sombra (1910), una suerte de dietario en el que Sawa alterna la clarividencia amarga del perdedor con esa suerte de resignación conmovedora de quienes entregan su vida a un ideal esquivo, tal vez inalcanzable.

Iluminaciones en la sombra, que ahora rescata la editorial Nórdica con presentación de Andrés Trapiello, es un libro misceláneo, donde evocaciones y aforismos, semblanzas y divagaciones estéticas se alternan, despojadas de aquellos artificios hueros y apóstrofes un tanto meningíticos que caracterizaron las entregas juveniles de Sawa. Un libro lacerado por el dolor, tembloroso en ocasiones y en ocasiones áspero, donde el talento del autor se levanta sobre las tinieblas de una vida derruida y brinda su mejor llama, antes de extinguirse en las sombras de la bohemia.

domingo, 1 de marzo de 2009

El escritor que murió de hambre

Artículo de Gregorio Morán en La Vanguardia

La literatura española no es muy variada en muertes. Hay algunos suicidas; pocos, si tenemos en cuenta que es un oficio cuya singularidad asume cierto desquiciamiento. Algunos creen que eso revela la huella de la genialidad, pero no es cierto. Se han suicidado más escritores sin talento que geniales. Todo escritor, por esencia, es un tipo raro, porque si fuera normal se dedicaría a profesiones más sanas, seguras y acrisoladas. Muchos murieron en la cama, de viejos, y cuanto más idiotas estaban, más los celebraron. Luego figuran y desde hace mucho los académicos de la Real, que son gente que vive de la pluma -tomando esta en un sentido muy laxo- pero que por suerte para la literatura no viven de ella, aunque lo hagan parecer.

No recuerdo de ningún académico de la Lengua Española que se haya suicidado; primero porque son gente más consolidada que los bonos del Tesoro, y por si fuera poco, nada propensa al mal de amores, por razones de edad y patrimonio. Fueron famosas las inclinaciones hacia el lupanar y la timba de algunos de ellos, pero eso no mata a nadie. Hay algunos escritores, y grandes, que cayeron por excesos con el alcohol y las malas compañías sexuales, pero fueron muertes lentas, casi mansas y aceptadas. De miseria y abandono, muchos. Pero de hambre, lo que se dice de hambre, yo sólo conozco a Alejandro Sawa.

Las singularidades de nuestra historia, con el conservadurismo en dominante hegemonía -palabra finísima con la que aquellos que procedemos de la izquierda radical, espurios herederos de Gramsci, solemos designar al aplastante dogmatismo de la Iglesia católica española durante siglos-, ha consentido que en los libros de enseñanza de la literatura del siglo XX figurase el padre Coloma, modesto jesuita al que sus colegas de compañía volvieron tarumba, autor de auténticas bazofias de prosa alambicada, cursi y retorcida, como Pequeñeces y Jeromín, ilegibles hoy salvo para sadomasoquistas, y sin embargo no aparecen plumas que aún pueden leerse con placer y benevolencia. Por ejemplo, Alejandro Sawa, que no fue un gran escritor pero que sí consiguió páginas periodísticas notables, media docena de novelas valientes -alguna de ellas con pretensiones- y la adaptación teatral de una novela de Alphonse Daudet que obtuvo gran éxito, Los reyes en el destierro.

Hay escritores que sin ser grandes por su obra son sin embargo figuras de primer orden en el paisaje literario de un país. Alejandro Sawa es para la literatura española eso, una personalidad que exige ser estudiada, porque con él y su entorno está gran parte de la mejor literatura que se hará en España en el filo entre el XIX y el XX. Sevillano, seminarista en Málaga, aspirante a lo que fuera en Madrid, Sawa -curioso apellido, que nos remite al gran escritor de Trieste, Umberto Saba, y a un vago aire grecoturco de Salónica-Esmirna- va a recoger en su biografía elementos insólitos para nuestra apocada cultura finisecular.

Lo primero es que viaja, y no sólo a Soria, a Palencia o a Barcelona -donde estará en varias ocasiones-, sino a Londres, a Roma, a Spa. Importante Spa, porque esta decadente población belga que dará nombre a toda esa modernez que ahora toma su prestigio, era lugar de atracción, no especialmente por sus baños y jaleas, sino por su ruleta. ¡Oh, el casino de Spa! Alejandro Sawa, que apenas tendría un duro en toda su vida, se jugará los de todos los incautos matrimonios ricos que osaran creer sus brillantes exposiciones sobre el método infalible para hacer saltar la banca. Como Leopoldo Alas, Clarín, como tantos otros de su época, Dostoyevski sin ir más lejos, Sawa está mordido por la fiebre del juego.

Pero la ciudad por excelencia de su vida ha de ser París. La capital del mundo en el momento crepuscular de la bohemia; a punto de hacer una literatura de señores, y convertir a los autores en unos señores de la literatura. Lo que va a marcar de un modo indeleble la vida de Sawa va a ser la amistad, y hasta la camaradería y la complicidad, con uno de los grandes, Paul Verlaine. No es poca cosa verle todos los días en el café, hablar con él, compartir opiniones y borracheras, etílicas y de lo que fuera, porque ninguno hizo ascos a nada. Y quien dice Verlaine, debe añadir aquel mundo de la bohemia, que de alguna manera termina en él, por más que se prolongue en las grandes tertulias parisinas que tanta importancia habrán de tener en todos los campos de la creación artística hasta la primera gran guerra.

Pasar del duro y brillante París al frío de pana madrileño debió de ser duro, y más viniendo casado y con una hija. Pero al principio funcionó, y Sawa se convirtió en un habitual de los diarios y publicaciones capitalinas, con cierta notoriedad, resaltada por su aspecto imponente, hermoso y seductor; cachimba en boca, melena suelta y dos perros en traílla. Pero, entre que nuestro hombre se fue radicalizando y que siguió con las costumbres parisinas, su espacio se achicó. En un estudio a propósito de Sawa, Iris M. Zavala, que le reeditaría sin ningún éxito en 1977, escribió que “la nueva bohemia finisecular es un ´proletariado artístico´ de aguerridos combatientes”, y es tan cierto como que sus condiciones de subsistencia estaban en la linde entre pobreza y absoluta miseria.

Desde 1905, la ceguera progresiva, que al año siguiente será total, convertirá a Sawa en un personaje patético, subsistiendo a base de sablazos y trabajos de negro literario, como los seis artículos que hará para Rubén Darío, que aparecerán en La Nación de Buenos Aires, y que este tendrá la desvergüenza de no pagarle. Su mujer, la borgoñona Jeanne Poirier -Santa Juana, para los amigos-, conseguirá algún dinero ejerciendo de comadrona, mientras Alejandro parece empeñado en hacer realidad la consigna que su amigo Valle-Inclán escribió en La lámpara maravillosa y que se había convertido en lema: “Poetas, degollad vuestros cisnes y en sus entrañas escrutad el destino”. El de Sawa se exhibía más negro que la pez. Su último intento se redujo a tratar de publicar un libro, el resumen de su mejor obra periodística, que titularía Iluminaciones en la sombra y que no conseguiría editor. Empeñará todo lo que le queda para editarlo por su cuenta, pero necesitaba mil pesetas y él sólo consigue seiscientas. Le pedirá a Rubén Darío, recién nombrado ministro plenipotenciario en Madrid y que no le hará ni caso, esas cuatrocientas que le restan para la gloria. Será necesario que se muera y le metan entre tablas cajoneras -con tan mala fortuna, que uno de los clavos le rozará la sien y al muerto le correrá un reguero de sangre junto al rostro, impregnando la escena de un tono aún más tétrico- para que pueda llegar a la posteridad con la dignidad tronada de un proletario de la bohemia.

Valle-Inclán, que asistirá a esta última escena, con la viuda y la niña, se quedará tan impresionado que exigirá a Rubén el apoyo, y un prólogo, para la edición póstuma de las Iluminaciones en la sombra.Un libro sentido y retórico con páginas muy bellas, que acaba de reeditar, en magnífica edición, Nórdica Libros, con una introducción poco feliz de Trapiello. Pero la gloria de Alex Sawa -como le conocían los suyos- será dar vida al personaje más hermoso y sentido y valiente de las Luces de bohemia de Valle-Inclán: el inmortal Max Estrella.

Falleció el 3 de marzo, miércoles, de hace cien años. La primera biografía de Sawa digna de tal nombre apareció hace cuatro meses en Sevilla, gracias a la profesora Amelina Correa, editada por la Fundación Lara.

Ella cuenta que el día del entierro, la buena de Jeanne Poirier le cortó un mechón que se regaló a sí misma, porque cumplía 38 años. Fue un entierro de tercera, en un coche de tercera -con dos caballos- y una sepultura temporal -de tercera- en el cementerio civil de la Almudena. Costó 70 pesetas. Diez más que la colaboración que tenía en El Liberal, la única que le quedaba y que acababan de retirarle