jueves, 4 de septiembre de 2008

RESEÑA EN EL CULTURAL

Reseña de La boca pobre en el suplemento El Cultural de El Mundo, por Rafael Narbona

Más que un país, Irlanda es una pasión, asociada a la rebeldía nacionalista, las filigranas pugilísticas, las borracheras al límite del delirium tremens y una picaresca necesaria para sobrevivir al hambre y el desempleo. Flann O’Brien (Strabane, 1911 - Dublín, 1966), seudónimo de Brian O’Nuallain, escribió en gaélico su segunda novela, La boca pobre (1941). El título es una expresión popular que refleja la tendencia a insistir en la propia miseria para estimular la solidaridad ajena. Lejos del fervor patriótico, O’ Brien ironiza sobre la conciencia de un pueblo orgulloso de sus raíces (“Nunca habrá nadie como nosotros”), pero que cultiva la autocompasión. Mezclando el lenguaje arcaico y el contemporáneo, reemplaza la figura idealizada del campesino irlandés por otra menos complaciente. Entre el oportunismo y la impostura, el narrador evoca su vida al filo de la muerte, con el propósito de legar un testimonio sobre una lengua y una cultura maltratadas por la historia.

Desde el nacimiento, las calamidades se abaten sobre James O’Donnell, versión anglófila de Bonaparte, hijo de Miguel Ángel, hijo de Peadar y un largo etcétera que caricaturiza los interminables linajes de la Irlanda rural. Bonaparte crecerá rodeado de cerdos y gallinas, soportando la pestilencia y el hacinamiento de una de esas casas ruinosas situadas al borde un paisaje, donde se encuentran –como en la fábula platónica– la Belleza y la Necesidad. Sólo es real la miseria, pues hay miles de casas que presumen de un enclave semejante. La memoria del narrador sólo recoge estereotipos. La visión paródica inspira todo el relato. Los irlandeses no saben contar historias, pues siempre aplazan los hechos para un futuro que jamás acontece. “Ya lo contaré más adelante”. La promesa siempre queda incumplida, no por mala voluntad, sino por una incontrolable inclinación hacia el desorden.

La peripecia de James O’Donnell muestra una innegable analogía con la sucesión de infortunios de los personajes de la picaresca española. Las desgracias parecen responder a un destino, pero en realidad todo es fruto del azar: “si se tira una piedra no se sabe con antelación donde caerá”. O’Brien no respeta nada. Las sociedades creadas para estudiar el gaélico realizan grabaciones ininteligibles, seleccionando como interlocutores a un cerdo y a un viejo borracho. La aspereza con el propio idioma recuerda la ira de Unamuno al enjuiciar el euskera. No hay más indulgencia con la mitología tradicional: la silueta del Gato de Mar, terrorífica bestia legendaria, coincide con la de Irlanda sobre el mapa.

La boca pobre es una pieza satírica que reúne todas las cualidades del género: crueldad, irreverencia, ingenio, retruécanos intraducibles (conviene recordar la excelente traducción del gaélico original), una prosa afilada, reticente a divagaciones poéticas o elucubraciones filosóficas. Una lectura altamente recomendable para los que aún sucumben a la tentación del nacionalismo, atribuyendo al idioma y al mito cualidades sobrenaturales. No es una casualidad que uno de los expertos en gaélico viaje a Berlín para mostrar sus grabaciones. Sin embargo, no siempre se cumple lo que nos dice Aristóteles al inicio de la Ética a Nicómaco: “La amistad es hermosa, pero es más hermosa la verdad”. En el caso de Irlanda, el espíritu demoledor de O’Brien se enfrenta a la poesía de John Ford, que en Un hombre tranquilo (1952) nos regaló algo a lo que es difícil renunciar: el ensueño de un país arcaico, apasionado e irracional. Los formidables puñetazos de John Wayne y Victor McLagen representan esa clase de mentira sin la que el ser humano no puede respirar. O’Brien se identificaba con el sentido común protestante. Tal vez no era un verdadero irlandés.

Rafael NARBONA

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