jueves, 23 de octubre de 2008

RESEÑA DE RAFAEL NARBONA

Reseña de Rafael Narbona en El cultural de El Mundo

Utópico y escéptico, visionario y bufón, espíritu libre e irreverente, Denis Diderot (Langres, 1713 - París, 1748) apeló a la razón para combatir el fanatismo político y religioso, pero su pasión clarificadora no le impidió cultivar el humor y la perplejidad, frustrando de raíz la posibilidad del dogmatismo. A diferencia de Rousseau, sus teorías sobre el hombre y la Naturaleza nunca pretendieron trascender los límites del saber provisional, mero esbozo que prefiere el apunte a la obra definitiva, donde ya no hay espacio para la duda. El sobrino de Rameau es la novela de un libertino acechado por el moralismo ilustrado. Al igual que Platón, Diderot escoge la forma literaria del diálogo con sólo dos interlocutores; en realidad, dos pronombres que asumen la identidad de un filósofo y un loco. Es un juego que podría interpretarse como un diálogo entre el yo racional y el instinto impersonal. El yo racional cultiva la ética estoica, que acepta el infortunio como necesidad. El instinto es clarividencia desinhibida, que reclama con ferocidad su derecho a gozar, sin reparar en el otro. El otro no existe cuando interviene el deseo. Sólo es el objeto donde se consuman las fantasías.

Con un estilo directo y descarado (“mis pensamientos son como rameras”), Diderot realiza pequeñas incursiones en los grandes temas de su época: la ciencia, la educación, el gobierno democrático, el genio artístico y político. Los argumentos son predecibles; los del loco constituyen un atentado contra la razón y las buenas costumbres, mostrando una obscena proximidad con la antimoral del marqués de Sade. Como filósofo ilustrado, Diderot parece un Sócrates de escasa inspiración. Es mucho más convincente cuando elogia la mentira, el egoísmo o los placeres elementales –“lo importante es ir tranquilamente, libremente, agradablemente, abundantemente cada noche al retrete”–. Hay que “besar el culo a la nobleza” para vivir sin sobresaltos. El poder siempre se muestra benévolo con los aduladores. Nada más inútil que la virtud. No hay que desperdiciar la oportunidad de fornicar, embriagarse o comer hasta el hartazgo. El vómito provocado es un arte que garantiza la posibilidad de no renunciar a ningún manjar.

El loco desprecia la inteligencia. Sólo reconoce la autoridad del vientre y los genitales, siempre hambrientos de placer. La hipocresía es una gran cualidad, pero hay que esconderla para asegurar sus ventajas. El insolente es un necio; el hipócrita un sabio, que ocupa un lugar en el mundo con la fuerza intimidatoria de “una majestuosa verga entre dos cojones”, es decir, sobresaliente como una torre sostenida por la simpleza de los idiotas. El loco sólo admite un límite, que le separa de Sade. El placer sexual no debe ser temerario. Una amante furiosa puede ser tan letal como la abstinencia no deseada.

Angélica Liddell (Figueres, 1966) prolonga las reflexiones del loco, atribuyéndole el juicio que le niega la sociedad. En la misma línea que Foucault, la locura no es tan sólo una patología clínica –dolorosamente real–, sino una figura simbólica que impugna con sus actos ilógicos –absurdos y no previsibles– el orden social. Tanto en su magnífico estudio del texto de Rousseau como en su obra Perro muerto en tintorería, Liddell identifica el poder y la razón con el ano, el orificio que muestra la podredumbre del mundo. Las palabras sólo falsifican la realidad. Son un poderoso tirano que ha inventado la gramática para encubrir su arbitrariedad. Sólo la destrucción de la gramática y el significado podrá subvertir una sociedad que excluye y margina. Liddell no ofrece ninguna utopía. Su inconformismo se expresa como rabia: “Soy un puto resentido y un puto inadaptado. Soy un puto autor que hace de perro por una puta vez en su vida”. Bajo ese nihilismo, se escucha el lamento de los desheredados, que ya no se conforman con heredar la Tierra, sino que anhelan incendiarla para hallar consuelo a un dolor tan antiguo como el mundo.

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